Dicen desde la sicología que el anonimato proporciona ese
velo de invisibilidad que todos deseamos para poder hacer lo que en público,
con nombre propio no “podemos” o debemos, según los códigos sociales o morales,
hacer. Podemos mirar fijamente algo sin
temor a ser tachados de acosadores o de causar incomodidad. Podemos centrar la
mirada en algo o alguien sin que éste lo sepa. Miramos sin ser vistos y por
eso, no tenemos reglas ni decoro alguno. Podemos observar detalladamente
cualquier escena sin reparar en la morbosidad del caso, aquí somos un fantasma,
un ojo que todo lo ve pero jamás es visto.
¿Por qué no inmiscuirnos en la vida de otro como meros
espectadores? Ver qué hace, cómo lo hace, a quién le escribe, qué ve en aquella
pantalla, para quién se viste, se arregla, por qué escogió sentarse ahí, de ese
modo, con esos gestos, por qué ahí, a esa hora, con esa gente. Queremos ver, no
preguntar. Preguntar implica entrometerse de manera deliberada y totalmente
patente. Espiar no. ¿Por qué no mirar sus pies? Tal vez eso es aquello en lo
que quiero centrar mi atención. Sus pies o sus zapatos. O su postura o lo que
hay dentro de la lonchera. Quiero mirar pero no que ella se dé cuenta. No
quiero dar explicaciones ni que me las pidan. Yo solo quiero mirar, mirar de
lejos porque de cerca lo notaría. Notaría mi mirada sobre ella, sobre sus pies,
sobre su ropa, sus zapatos, su lonchera. A los mirones nos gusta el anonimato,
no ser descubiertos, espiar.
En realidad la gracia, el morbo está simplemente en ver sin
ser visto, así sea lo más trivial del
mundo como sus zapatos o sus pies. Lo que le da el toque es esa cierta
irreverencia, esa negligencia a hacer las cosas patentes, a quedar mejor en el
anonimato y sin posibilidad de ser juzgados. Mejor sería que si me mirasen, lo
hicieran también al escondido y sin darme cuenta.
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