Saldría del hospital corriendo, a la menor oportunidad.
Entraría donde guardan las medicinas de uso restringido: Morfinas y sedantes, inyectables de todo tipo, bolsas de sangre…
Ella se robaría una bolsa de esas de transfusión sanguínea y la depositaría en una bella copa de cristal.
Sería una copa de las finas, de las que sólo se usan en ocasiones “especiales”… Y ésta era una de ésas, o al menos, una fuera de lo normal.
No sería vino lo que llenaría dicha copa, pero sí un líquido carmesí fuerte.
¿Le importaría si fuera A o B? ¿Grupo Cero? ¿Positivo o negativo? ¿Sabría diferente según el RH?
Qué importaba. Sólo quería sentir el sabor metálico que deja en la boca con su paso, su espesura, el rastro carmín en sus labios…
Y, luego, después de vencer varias arcadas, dejarse llevar por una y vomitar hasta que su estómago se sintiese aliviado.
Vomitaría rojo. Y no sabría hasta qué punto es su brebaje lo que expulsa o cuándo dejó de serlo para dar paso a su propio fluido sanguíneo.
Pero eso a ella la tiene sin cuidado.